El juego constituye un mecanismo natural imprescindible para el aprendizaje. De forma espontánea, a través del juego libre, los niños aprenden a tomar decisiones, a resolver problemas, o
a relacionarse con los demás. Y desde la perspectiva educativa también puede resultar muy útil el juego estructurado o dirigido, a medio camino entre el juego libre y la enseñanza
directa, para ir fomentando un aprendizaje
más reflexivo. Un ejemplo de ello lo representa el ajedrez, un juego con unas reglas definidas que se han de aceptar e interiorizar en el que confluyen aspectos
relacionados con el deporte, la ciencia o el arte y que estudios recientes sugieren que su práctica regular puede beneficiar el desarrollo personal y académico del alumno: el análisis
detallado de las posibles posiciones que pueden originarse en el tablero requiere concentración, autocontrol, pensamiento crítico o mantenimiento de la información visual en la memoria
de trabajo, todas ellas acciones relacionadas con las llamadas funciones ejecutivas del cerebro que nos permiten tomar las decisiones adecuadas y que tienen una incidencia directa en el
rendimiento académico del alumno. Y es que en el ajedrez, al igual que en la vida, hay que planificar y actuar con un tiempo limitado.